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Dalila

Dalila

Kianny N. Antigua

(English translation by Noah T. Myers available.)

Después del divorcio, decidí mudarme lo más lejos posible de aquella ciudad ruidosa, tan llena de él. Tiré el índice sobre un mapa y, con mis pocos ahorros y las cosas que me cupieron en el baúl y en el asiento de atrás, me lancé a la carretera.

Los primeros días los pasé en un motel. Ya luego de conseguir trabajo en el restaurante, alquilé una habitación en la casa de la señora Paula. La habitación no era grande pero yo no necesitaba mucho; lo que importaba era que me permitiera el descanso y la soledad.

La señora Paula tenía un hijo jovencito, entrando en los veinte. Era un moreno alto y delgado, de cara redonda y simpática como tomate de comercial. Se llamaba Isidro pero, por algún motivo que desconozco, ella lo llamaba Isidoro de Guatemala. Cuan do le pregunté a Isidro el porqué, me dijo «a estás alturas, ni ella sabe. La señora sufría de alzhéimer pero cuando me enteré ya era muy tarde, me había encariñado con él y con Dalila, mi flor.

Cuscuta Prunus es el nombre científico de mi Dalila, como la nombrara Isidro. Es una combinación de flor parásita y enredadera que nace en las piedras o, en el caso de Dalila, en la pared de mi habitación. Es de un rosado intenso, fucsia casi lumínico y con unos estambres largos y amarillos, los cuales usa para moverse y darme cariños. Tiene el tallo largo, fino y muy flexible, tanto que parece de goma, eso le da facilidad de movimiento.

Isidro, quien es escritor, dice que es una especie sumamente exótica, «una en un millón», me dice. Él fue quien impidió que yo, medio histérica, la arrancara de un tajo cuando la descubrí recién nacida, dando pasitos alrededor de ella misma, como una araña refulgente. Enseguida, la nombró y me explicó todo lo que debía saber acerca de ella y lo afortunada que yo era de tenerla. Entonces aprendí a quererla, pero es que cómo no con lo inteligente y dulce que es. Cuando llego a casa, no importa lo tarde que sea, sus es tambres amarillos me esperan alegres, dispuestos a la caricia, al roce. Se trepa por la división que hay entre la rústica pared y el techo y allí, impaciente, brillante, espera hasta que yo entre a la habitación y prenda la luz, entonces corre hacia mí y de un salto la tengo en la cara; como hormiguitas alborotadas, me camina por el cuello y por el pelo. Isidro dice que puede que le guste el olor a comida que siempre traigo encima. Luego que me baño y me acuesto, apago la luz y ella se enrosca como espagueti en tenedor y duerme.

Esta había sido nuestra rutina por los últimos tres o cuatro meses pero ayer, cuando llegué, la encontré muy nerviosa, asustada. No me esperaba, lo que desde ya me inquietó mucho. Cuando entré a la habitación y prendí la luz, la encontré girando como loca alrededor de ella misma, como un reloj cuya única manecilla busca velocidad en el tiempo para desprenderse de sí misma. Luego, saltó sobre mí y, con los tentáculos temblorosos, se me enredó en el pelo y al rato se me envolvió en el cuello.

A pesar de la hora Isidro estaba despierto, escribiendo, me dijo. Después de ayudarme a desenvolverme a Dalila del cuello, me contó lo que había pasado.

—Mamá tuvo una crisis muy larga, muy intensa. Tuve que inyectarla y luego llevarla al médico.

Me dijo que, por largo rato, la señora Paula no lo reconocía y que eso la enfureció de un modo tal que, mientras encontró platos, vasos, ollas y cuchillos, se los lanzó todos al pobre Isidro. Acongojado, y con los ojos humedecidos, el muchacho me enseñó un parche que tenía en un brazo donde el filo de un cuchillo lo había alcanzado.

Entonces entendí por qué Dalila estaba tan asustada, la pobre no nació para lidiar con gritos y con convulsiones de esa índole.

Hablé un rato más con Isidro y luego se fue a terminar la historia que estaba escribiendo, algo acerca de una persona que se convierte en cucaracha o de una cucaracha que se cree persona, no entendí muy bien.

Ya en la cama y sintiendo a Dalila más calmada, apagué la luz y me puse a pensar en todo lo que estaba sucediendo. Yo no podía seguir exponiendo a Dalila a este tipo de escenas, eso sería inhumano. La enfermedad de la señora Paula no tenía cura y ahora iba a tener que ser atendida por una enfermera todo el día, según me dijo Isidro; es decir que en este hogar se acabó la privacidad. La solución era mudarme. Hacía tiempo que había ahorrado dinero suficiente para alquilarme un apartamento pero una de las cosas que me dijo Isidro fue que no intentara jamás transplantar a Dalila, eso la mataría. Pensé incluso que a lo mejor podía cortar un buen pedazo de la vieja pared y llevarla conmigo a nuestro nuevo hogar.

Fue una noche problemática, somnolienta. De vez en cuando dormía y despertaba espantada y sintiendo una tropa de hormigas mordiéndome la sangre. En ocasiones pensé que era cosa de Dalila pero prendía la luz y la encontraba enroscadita como ciempiés, con aspecto triste de moriviví. Apagaba la luz y al rato lo mismo, sentía los tentaculitos succionándome los poros, enredándoseme en el pelo, besándome el vientre. Despertaba agitada y sudorosa. Así hubiese pasado la noche, espantándome y despertando si no hubiera sido porque en una de las tantas veces que encendí la luz y vi a Dalila, inmóvil, me miré el brazo que se extendía hacia la lámpara y lo encontré cubierto de manchas rosadas, como picaduras. Me tiré de la cama y, para mi espanto, así tenía también la cara, el cuello y el vientre.

Volví a mirar a Dalila, confundida con su inercia y mi condición, entonces despegué la cama de la pared y fue cuando me faltó respiración ante lo que allí vivía. Decenas de Dalilas habían nacido y éstas se habían multiplicado y crecido alrededor de la cama, en el piso, entre suelo y pared. Al verme, se extendieron y caminaron, algunas hacia la cama, otras hacia arriba, hacia Dalila, quien yacía petrificada; muchas otras vinieron hacia mí y supe, en ese instante, que no había escapatoria.

Previously published in El tragaluz del sótano, Cuentos. Artepoética Press.

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