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Entre copos, sudores y fritanga

Entre copos, sudores y fritanga

Kianny N. Antigua

(English translation by Noah T. Myers available.)

Asqueada del bullicio y de la mala leche de la gente que, debido al calor, anda por la calle repartiendo tufos, decidí ir a visitar a mi prima que vive en las afueras de la ciudad. Imaginaba zambulléndome en la piscina y derribada bajo una sombrilla de playa mientras me tomaba una cerveza.

No sé cómo llegué a tiempo a la estación de Grand Central. Los trenes suelen estacionarse entre paradas cuando una anda más a prisa. Por suerte iba ligera, sólo mi traje de baño, unas sandalias, mi monedero y un libro compartían mi bolso. Llegué a la puerta de la estación a paso doble y, apenas aspiré aire un par de veces, el tren que me sacaría de este gentío pegajoso, abrió sus puertas dejando así salir un hilo de aire fresco que le cayó muy bien a mi jadeo.

Ya en el tren tuve suerte de sentarme porque en cosa de instantes todos los asientos quedaron ocultos bajo toda clase de gente. Un hombre alto y orejudo, cuya cara se asimilaba mucho a la camiseta de ET que llevaba puesta, se me sentó al frente. A mi lado, una gorda que olía muy rico, me sonrió con agrado antes de taparse los oídos con los audífonos de su IPod. Luego, busqué con la vista de dónde provenía un olor intenso a cosa frita. Era un tufillo a comida, agradable. El aroma me llevó la mirada al otro lado del diminuto pasillo donde iban sentados un indio, que ya dormitaba junto a la ventana, un señor con una computadora en sus muslos que punchaba teclas como un pianista profesional y una pareja de gringos sentados una frente al otro. Supe que eran una pareja porque ella le entregó su cartera y él la sostuvo entre los brazos por toda nuestra trayectoria juntos; al mismo tiempo, la mujer, que llevaba un conjunto de pantalones blanco, depositaba unas cajas en el sillón del lado, de donde asumí provenía aquel apetitoso olor a carne y a aceite.

No todos los que entraron se pudieron sentar, aún así el tren se puso en marcha, y yo entonces saqué el libro que me había dispuesto a terminar de leer en este viaje. Nieve se llama la novela que leía, mientras una gota de sudor se deslizaba por mi espalda desde la nuca hasta el borde de mi ropa interior. Leía la historia de un poeta que va a inspirarse a una ciudad enterrada bajo la nieve, la fe y los fanatismos. Entre copos de nieve y gotas de sudor llegamos a la estación de la calle 125. Allí, sin mucha delicadeza, se montó un jovencito, bicicleta en mano, una mujer con una carriola rosada y muchos otros seres poco recordables que se hicieron lugar en todos los espacios disponibles cerca de las puertas y en los pasillos. El aire se pegaba en los orificios de la nariz y el calor creció.

Una joven vestida de verde llamó mi atención, quizá por el color cotorra de su vestido, por su abundante cabellera rojiza y libre o porque, desde que le fue posible, dejó caer al suelo un bulto de mano y una cartera de cuero, que se veían estaban repletas hasta el cierre. Cuando el tren volvió a acelerar, ella se sujetó, como muchos de los otros pasajeros que iban parados, de la baranda de acero que hace arco entre los vagones y las puertas. Volví a mi lectura pero no por mucho tiempo. Miraba a la chica. Como llevaba la cabeza baja, no pude ver su cara, por lo menos no en ese momento (luego, cuando le gritaba a la mujer de blanco, pude ver sus ojos enormes y claros como miel al sol). Lo que sí pude ver fue su boca, la cual mordía con ansiedad.

Pasaron unos minutos largos. Mientras leía y la miraba de reojo, comencé a sentir pena por ella. Se notaba incómoda cuando cambiaba los pies de posición para acomodar su postura. Luego se volteó para agarrar la baranda con la otra mano, permitiéndome ver cómo unos ricillos se adherían a su rostro humedecido como larvas muertas. Ella miró a su alrededor y de repente fijó la vista en las cajas con olor a carne frita que reposaban en el asiento a dos pasos suyos. Frunció el ceño y escuché su voz firme e imperativa cuando le preguntó a la mujer de blanco si ese paquete era suyo. La mujer iba distraída punchando con agilidad su IPhone (parecía estar jugando), y al ver que la joven señalaba las cajas que estaban a su lado, se dio cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella.

—Sí. Son 100 pastelitos— Respondió algo confusa aún la gringa.

—¿Podría hacer el favor de ponerlos en el suelo para que yo pueda sentarme?— le pidió, a manera de orden, la joven de verde.

—Pero es que están recién hechos —refutó la de blanco—; además, sólo faltan veinte minutos para que lleguemos.

—¡Mi viaje es de tres horas, —con los ojos abiertos como puertas le gritó— y no es verdad que yo voy a ir parada mientras sus 100 pastelitos, recién hechos, ocupan mi asiento.

En eso el hombre que se parecía a ET, le ofreció su lugar a la joven de verde pero esta lo ignoró y continuó clavándole los ojos a la mujer de blanco, quien, con visible furia, movía los pastelitos y los ponía con muchísimo cuidado en el suelo a su lado.

—Si le molesta mucho, párese usted y siente las cajas en su lugar—. Concluyó la joven y, después de voltearse y darle las gracias al flaco con cara de ET, se sentó junto a la otra sin voltear a mirarla siquiera. El compañero de la mujer de blanco no dijo ni a.

Yo me llevé el libro a la altura de las cejas pero no pude ver otra cosa que no fuera la cara redonda de la melenuda chica de verde. En una ocasión volteó a mirarme y yo, instintivamente, dirigí la vista hacia la ventana y vi cómo los árboles corrían en mi contra. Luego retomé mi lectura. Cuando sentí que el frío de las calles de la ciudad de Kars se había apropiado del vagón, miré a las mujeres. La de verde parecía dormida. En cambio, la mujer de blanco vigilaba su paquete con zozobra cada vez que las puertas se abrían y los pasajeros se movilizaban.

No estoy segura de cuánto tiempo pasó porque yo también cabeceé un poco antes de que la gorda me rozara al parase y me devolviera al concurrido y sudoroso vagón. La chica de verde, menos apurada, también se paró y, después de haber tomado sus bolsos, y segundos antes de que las puertas se cerraran tras su espalda, levantó la rodilla hasta el pecho y vertió toda su fuerza en una pisada que aplastó las cajas y, si la mujer de blanco no es ágil, habría hecho lo mismo con su mano. La de blanco comenzó a tirar gritos y maldiciones. El vagón se inundó con el aroma de la fritanga; además, se escuchaban las carcajadas de algunos pasajeros, mientras los comentarios arbitrarios de otros, como el calor, no cesaron. El compañero de la mujer de blanco no dijo ni b.

Previously published in El tragaluz del sótano, Cuentos. Artepoética Press.

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